domingo, 13 de diciembre de 2009

El desaliento

Voy a exhumar el cadáver de mi desaliento, escondido desde hace solo unos veinte años en la sima más profunda de mi existencia. Por lo pronto, la pestilencia, inherente a este tipo de acciones tendentes a sacar a la superficie la podredumbre, reina en el pequeño entorno al que mi vista apenas llega a abarcar. Echo a ambos lados de la sepultura el genio y la figura que quisieron hacer de este cuerpo sin vida el aliento que recorriese cada poro de los seres a los que quise amar. A continuación, contemplo con mis ojos vueltos hacia adentro por la siempre puntual raspadura de cada nuevo año los restos mortales de un aliento que se cansó de alentar por encima de sí mismo. No me vale de nada ahora, ni a los que algún día me leyeren, usar de símiles mitológicos para expresar de manera concreta la caída mortal de un aliento. Tan solo basta con contemplar en silencio al caído. Puedo ver en él a una criatura que trató de crecer, que se creyó un árbol orgulloso de sí mismo cada vez que una poderosa rama hacía por brotar y extenderse, pero que una y otra vez era recortada para adaptarlo a una configuración específica de la cual no podía zafarse en ningún momento. Lo único representable por mi parte ahora es el respeto, no la conmiseración. El desaliento yace, aún moribundo en su propia muerte, con los brazos extendidos en cruz, y hay en su rostro la marca imborrable de un deseo siempre ignorado. Ninguna exhumación se hace desde el divertimento, y esta no podía ser especial o diferente, y, sin embargo, creo que estamos ante un acontecimiento sin precedentes, como es la observación fría y directa de los restos mortales de tu propio desaliento. Frente a él, se disparan los pensamientos desde un revólver empuñado por una sombra asustada y enfurecida. No comprende que ya la furia o el miedo no pueden hacer nada por el caído. Pero la pistola sigue disparando hacia todas partes, haciendo ruido, demasiado ruido sin posibilidad ya de poder contextualizarlo de alguna manera. Es como si la sombra quisiera hacer del ruido el sustituto temporal del aliento yaciente. Tal vez lo mejor sea dejarla en paz, aunque mi mente y mis oídos sean los más directos sufridores de semejante espectáculo de escándalos y de humo. El desaliento está ahí, inerte, y los petardazos y la humareda son quizá el decorado que más espontáneamente se ajusta a la situación. Hasta que se acaba la traca ensordecedora, y, una vez que se disipa el humo, cojo la mano del cadáver, la aprieto fuertemente y me la pongo en el pecho, hago mía la pestilencia cada vez más insoportable y contemplo los bellos ojos entornados, vuelvo a cubrir de tierra el cuerpo y me retiro abrazado a la sombra embrutecida de antes, ahora ya calmada, a un lugar donde ya nadie ni nada puedan nunca echar de menos el aliento que quise dar y que se volvió hacia adentro, como un viejo que cierra por fin las puertas de su existencia y decide mecerse indefinida y mecánicamente, sin descanso…

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