Me veía a mí mismo dibujado en los contornos celestiales, en
las siluetas estelares de animales y seres paciendo, bebiendo, brincando,
embistiendo, dándose a la vida, allá en el campo que siempre sueño como idilio.
Es verdad, estoy incrustado en los cielos, al menos mi yo más profundo, ese que
igual pace estrellas allí arriba mientras mi cuerpo sigue aquí abajo enzarzado
en batallas de corrupción en las que, iluso, cree que algún día vencerá, y no
sabe que su ilusión es el recuerdo de la grandeza que ya vivió ese yo mío que
es más yo de lo que yo jamás seré. Quizá por eso miro tanto al cielo y pregunto
por lo que aquí abajo transcurre entre imperfecciones y pálidos reflejos de la
belleza sideral. Pero, a pesar de saber que algo dentro de mí brinca, pace y
embiste allí arriba, no termino de comprender nada. Miro a Saturno, por
ejemplo, ese “fiero planeta caro a los nigromantes” del que hablaba el poeta, y
solo me susurra que es el señor del cielo en este momento, es como el rey en su
trono, es el protagonista del drama que mi cuerpo corrupto vive ahora en la
tierra, en un suelo que él sabe que es suyo como yo sé que mi aliento hace
tiempo que no me pertenece. Y me dice que me baste con esos susurros, porque ya
nada más tiene que hablar, porque si él está en su trono los demás tronos se
evaporan, o mejor, se congelan, se llenan de un tumor de hielo que supura y se
enmohece en los cielos. Creo que lo que más se parece a ese “enmohecerse” del
cosmos, mi patria, la única que he conocido y, tal vez, la única que me conoce
a mí, es algo que aquí abajo llamamos “dolor”, “melancolía”, “tristeza”, y
otras cuentas varias de un pesadísimo rosario que se nos cuelga al cuello de
vez en cuando, solo cuando pedimos respuestas al cielo, mi único hogar, el
trono del que caí cuando el toro embistió el occidente de este suelo en el que
hace años que me pudro, como diría otro poeta, y esas repuestas no llegan
porque se encasquillan a mi torpeza sublunar. Quizá los poetas sean la
contracara del cielo, quizá sean ellos los que pueden reescribir el cosmos,
nuestro verdadero hogar, el fuego que crepita como panes en el horno de nuestro
pecho. Porque ellos, más que nadie, se alcanzan a sí mismos cuando los abate la
melancolía de Saturno. Y ellos, que conocen el devenir del tiempo, la lima que
roe los siglos, saben que luego vendrá otro tiempo como una página viene sobre
otra página, y que este dar vueltas y vueltas, el honor del cielo que a veces
queremos calcar en la tierra, es el único misterio del mundo del que mi yo más
profundo, que es, en realidad, el nuestro, es el eco más dulce que jamás verían
los tiempos.
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